
En el camino
Viaje improbable
Javier Bozalongo
Renacimiento. Sevilla, 2008
Antonio Jiménez Millán
La poesía moderna ha hecho del viaje, real o imaginario, una metáfora creadora de sentido. Ya lo era la invitación baudeleriana en el último poema de Las flores del mal, desde la llamada inicial a la muerte, la vieja capitana, hasta ese memorable verso final: al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Después, el “Barco ebrio” de Rimbaud proyectaba la mirada hacia la infancia para dejar en el olvido mares lejanos y aventuras exóticas: parece que lo único importante, en definitiva, es el agua familiar y turbia donde el niño arroja un barco de papel. Pero tal vez fuera el alejandrino Constantin Cavafis quien dio un sentido más profundo a esta metáfora; si el poema “Ítaca” nos dice que el lugar de destino cuenta mucho menos que el viaje en sí mismo, “La ciudad” pone de relieve el engaño que implica cualquier viaje cuando “la vida que aquí has perdido, la has perdido en toda la tierra”. Mucho más tarde, Jack Kerouac nos situó en otros recorridos…
Javier Bozalongo (Tarragona, 1961) ganó con Viaje improbable el premio “Surcos” de poesía en 2007. Con sentido unitario, el libro se estructura según las etapas de un viaje, en tres apartados (“En el andén”, “En el camino”, “Recogida de equipajes”), y se podría decir que en sus poemas están presentes las dos impresiones sugeridas por Cavafis. El viaje puede cambiar a aquél que lo emprende, igual que los años nos cambian a todos (“Como saber si acaba,/ si en el último puerto/ después de tanto invierno,/ apenas ya seremos/ ni la sombra de aquellos que partieron”), pero el itinerario acaba por alimentar un conflicto interior, el “peso del alma” que se hace notar en los regresos: “No parece metálico el objeto/ que al pasar nos delata./ Es el peso del alma.”
Y es que el viaje, improbable o real, nos lleva a convivir de modo más intenso con la paradoja, a aceptar las contradicciones palpables de la vida: las ganas de partir y el miedo que imposibilita el vuelo; el deseo de olvidar (“Olvida lo que sabes./ Vacía tu memoria./ Deja la mente en blanco”) y la conciencia del paso del tiempo, subrayada en el mismo poema (“… Incluso junto al mar arden recuerdos./ El agua siempre encuentra el camino de vuelta,/ las señales efímeras de una vida anterior”); el insomnio en las habitaciones de hotel y la nostalgia de esas mismas habitaciones cuando se está de vuelta en casa. A fin de cuentas, uno siempre acaba enfrentándose consigo mismo y con una realidad que desdice las utopías del viaje romántico o maldito, una situación que analizaba muy bien Juan Carlos Rodríguez a propósito de un libro de Ángeles Mora: nuestro mundo global es precisamente el no-lugar, el no-centro, la no-fijación, somos nómadas bajo la condición de estarnos quietos, de no movernos, de no rebelarnos. El presente, dice un verso de Javier Bozalongo, es el “hipnótico esplendor de un hoy vacío”. De ahí que las posibilidades del viaje deriven hacia un desenlace incierto (“Mi sueño es un avión”) o hacia una búsqueda de lo imposible, sugerida en el poema “Oro”: “Rebuscamos entre lo inverosímil/ la inmediatez de lo certero/ en desastrosa persecución de lo imposible./ Erramos./ Busquemos en la arena/ la verdad que se esconde,/ seguros de encontrar/ detrás de la apariencia/ aquello que la luz/ -cedazo ocasional-/ separa y nos reserva.”
Parece claro que las poéticas de la modernidad han intentado hallar verdades estables más allá de las apariencias, pero también que la identidad, o el intento de construirla a través de la escritura, sólo alcanza a ser una suma de fragmentos, una “voluntad difusa”: “Recorro mentalmente/ las ciudades que añoro/ (yo, que nunca he viajado)…” Cuando la realidad visible es sometida a un proceso de afirmación y negación simultáneas, la memoria responde a lo que nunca sucedió, tal como sugiere la “Poética” que cierra el libro: “Porque apenas recuerdo/ la vida no vivida/ voy dejándola escrita/ en unos cuantos versos.” Y sin embargo, una constante en estos poemas en la observación. La mirada precisa de los detalles, fija los límites e incluso los recuerdos más o menos remotos, como aquel paisaje de mar que el niño contempla desde la ventana de un tren. O la estación ferroviaria asociada a un tramo de la vida: “¿Recuerdas la estación? Un tren ajado/ con vagones repletos os dejó/ en los años ochenta,/ varados en mitad de un espejismo…” De ella también surge la denuncia, al enfocar lugares marcados por la infamia (Abu Ghraib) y lanzar una pregunta inquietante: ¿quién nos protege ahora de los libertadores?
La perspectiva que escoge Javier Bozalongo en este libro tiende a establecer cierta distancia. Ése es precisamente el título de uno de los poemas del libro: “Mírate desde fuera. Pon distancia/ entre la piel que ves y la que tocas…” Los poemas de amor no son ajenos a tal distanciamiento: a veces hablan de citas clandestinas (“Bolero”, “Luz sin sombra”), pero siempre remiten al sentido problemático del viaje, a las decisiones no ya improbables, sino imposibles: “No eres tú quien decide: tu vida la conduce quien te espera”. Sólo cenizas hallarás…, decía un bolero. Uno de los mejores poemas de este libro, “Cenizas”, desvela lo que va quedando de la experiencia del viaje y formula una interrogación final: “Quién provocó el incendio que dejó estas cenizas?”.
Porque incendio y cenizas conviven en la misma paradoja, forman parte del viaje.